sábado, 5 de abril de 2008

Cinco años y un día

Cinco años y un día con presidio mínimo. Esa debía ser la verdadera sentencia, no los casi quince que estuvo vagando errante si un rumbo fijo en aquella cárcel.

Venían a su memoria recuerdos de aquella extraña noche, cargada de misterio y oscuridad, y de pasada pensaba como diablos agarró aquel gran palo y le rompió la cabeza a aquel hombre, arrojándolo contra la calzada de la vereda, quedando así empapado con el color de la culpa. Pensaba que el sujeto se lo merecía por dejar embarazada y abandonada a la María Luisa. ¿En qué carajo estaba pensando?

Volvía al instante del asesinato; un segundo de templanza, quizá contar hasta diez respirando profundo, el hecho de cambiar el segundo de desenfreno, por uno de cordura, acaso podría cambiar el plato de comida que más bien parecía una especie de engrudo que comía hacía ya muchos años.

Sin duda, los relámpagos de arrepentimiento en su cabeza eran evidentes, pero el Perro Lillo no podía dejarse abasallar por ellos; el Gran Perro Lillo, que en sus tiempos de gloria ya era más conocido y más famoso que las grandes estrellas de la época. Lástima que aparte de su delito, hayan incautado de su patio 22 kilos de pasta y un poco menos de marihuana prensada.

Para qué hablar de su excelente conducta, lo cuál le restó muchos años menos (aludiendo a la amigable sátira). Aún así se sabe que mantener la paz en una cárcel de alta seguridad, (donde tus compañeros no están allí por un mero hurto o robo, sino que estás acompañado por cabecillas del tráfico internacional y el contravando de blancas, ex banqueros corruptos y asesinos en serie, llenos de rencor y odio que se depositan en el primer rostro que se topan en las duchas cada mañana) no es fácil.

El Perro Lillo tenía un hijo esperándolo afuera, no le interesaba mucho que había de ser de su madre, pero no conseguía sacar de su mente al pequeño Manuel. Soñaba con algún día llevarlo al colegio, ayudarle a hacer sus tareas, jugar con él un buen fútbol, y por sobre todo, enseñarle que las mujeres son pasajeras y traicioneras, como los gatos, que hay que tratarlas como objetos para que no se mal acostumbren y no se pasen de listas, y que hay que estar con los ojos bien abiertos, porque derrepente, sin previo aviso, llegan y te joden la vida. Necesitaba transmitirle tales pensamientos a la sangre de su sangre. El Perro Lillo quería enseñarle a su hijo muchas cosas. No quería que siguiera sus pasos, los cuáles al único lugar donde van a parar es a donde está hoy en día. Pensaba, "el sistema funciona"; ya estaba pagando por ser denominado por la sociedad como la escoria del mundo.

Un día Isabel, la madre de Manuel, se apareció por la cárcel. Se las ingenió de manera de lograr pasar la guardia con algunos cigarrillos y dos cogollos; así lo había conquistado mucho tiempo atrás. Mientras el Perro Lillo se acercaba a la ventanilla, el brillo excesivo de los ojos de Isabel, la delató. Un tiempo atrás su madre, una de las pocas mapuches originarias del país, le había aconsejado; nada bueno le traería tal sujeto, que se alejara de él, ya que las desgracias abundarían. Pero Isabel pensaba que su madre estaba equivocada, pues de su ínfima relación con el Perro Lillo, Manuelito había logrado triunfar por sobre la niebla de la miseria y la corrupción.

Isabel le entregó su mercancía, le confesó que no lo dejaría solo, aunque él no quisiera verla. Que ella no era como las demás, que en todos estos años había luchado sola por salir adelante con su hijo, y siempre le contaba a Manuel que su padre era muy famoso, querido por todos en el barrio, que en cuanto cumpliera su condena se vendría a vivir con ellos. Quizá Isabel aludía a la sensibilidad de Lillo usando de alguna forma a Manuel como pretexto...Quizá no.

En la noche, en su húmeda celda, el Perro Lillo pensaba en el extraño día que había tenido, pensaba en quién podía ser tan ciego como para chocar con el juego que lo tenía encadenado. Nunca había pensado tanto en Isabel desde que le había pegado por pensar que se había acostado con su mejor amigo. El silencio lo declaraba culpable de sus guerras perdidas. Aquella noche soñó que estaba con su mujer y su hijo en su casa, en las periferias de su contaminada ciudad, pensaba en las mariposas azules, miraba sonriente la fogata que le había costado tanto tiempo encender, y a la vez observaba a su familia que sacaba manzanas de su gran manzano. Sentía que dormía durante mucho tiempo...

-¡Llegó tu día Perro Lillo!, levántate, puedes irte
Abrieron su celda y le entregaron ropa de civil. Tenía el cabello gris por algunas canas, pero se veía bien, pensaba.
-Apuesto que en el barrio no encontraron a alguien que vendiera mejor hierba que yo.
El guardia reía a carcajadas.

"Cinco años y un día", por Laura Chamorro.